Primero estaba el mar by Tomás González

Primero estaba el mar by Tomás González

autor:Tomás González [González, Tomás]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Drama
editor: ePubLibre
publicado: 1983-01-01T05:00:00+00:00


20

El jefe de meseros descorchó el vino y sirvió un poco en la copa de Fernando, el gerente del banco, quien lo olió —ya había olido el corcho— y dijo que era bueno. Cuando el mesero se fue, Fernando dijo que había mejores, pero que no era malo. J. lo había llamado para decirle que quería hablar con él en algún sitio distinto del banco, y Fernando lo invitó a almorzar al Club Medellín, del que era socio. «A hablar de Europa, vida cagada la mía…», pensó J. y le pidió a Elena que lo acompañara. «No tengo ganas de ver al cara de nalga ese», respondió ella.

Fernando había vivido cuatro años en Francia, J. dos en Inglaterra. Y como J. necesitaba mucho la renovación del préstamo, no tuvo más remedio que ir, y solo, a hablar de Europa. Los cuatro años de Fernando en Francia habían sido los más importantes de su vida; en ese tiempo fue loco y bandido, robó enlatados en los supermercados, libros en las librerías y aprendió a llamar a Colombia sin pagar desde los teléfonos públicos. También fueron los años más artísticos de su vida; conoció catedrales y artistas e incluso llegó a ser amigo personal de Paco de Lucía. De eso hablaron, entonces, mientras Fernando se tomaba el vino a tragos pequeños, disfrutando del bouquet minuciosamente, como un conocedor.

Cuando les sirvieron la comida, J. aprovechó una pausa en el tema y, muy solemne, pidió consejo profesional. Le habló a Fernando del proyecto del negocio maderero y le pidió su opinión. Halagado por la consulta, el otro expuso pros y contras con mucha claridad. Se inclinó por los pros, pero advirtió juiciosamente que se debía conocer el negocio sobre el terreno antes de arriesgar una opinión definitiva. «De pronto te caigo por allá en vacaciones», dijo cuando J. lo invitó a la finca. Les retiraron los platos y Fernando pidió un pousse-café. «Un pousse-café después de las comidas es sumamente digestivo, eso lo aprendí de los franceses», dijo, y J. lo miró con ojos irónicos y desprovistos de afecto.

J. se tomó el licor pensando que estaba «putamente dulce» y planteó con aplomo la necesidad que tenía de que se le renovara el préstamo. Fernando alabó primero el pousse-café y entonces comenzó a hablar despacio, muy despacio, sobre el asunto. Al parecer venía preparado, pues dijo muchas cosas antes de que el otro supiera la definitiva. Mencionó la declaración de renta de J. —nada buena, al parecer—, mencionó su amistad de años, habló sobre su propia posición en el banco y lo escrupuloso que debía mostrarse en el otorgamiento de préstamos. Por último dijo que sí, que renovaba el préstamo, pero que ya sería la última vez. Se puso ligeramente colorado y encendió un cigarrillo. J. le dio las gracias y prendió otro cigarrillo. Botando humo por boca y narices preguntó un detalle cualquiera sobre los años de Fernando en Francia.



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